lunes, 2 de julio de 2012

El oficio como ética


El oficio como ética

Luis García Montero

[En Luis García Montero, La casa del jacobino, Madrid, Hiperión, 2003, pp. 41-68.]


Un lector puede disfrutar de muchos estilos, de muchos caminos, de tonos y concepciones distintas de la literatura. Un escritor está obligado a decidir, a elegir un sentido, para formar su propio mundo literario, su personalidad, salvándose así de las repeticiones desorientadas o de los pastiches huecos. Yo no voy a explicar aquí mis gustos poéticos, porque debido a mi curiosidad de lector y a mis obligaciones docentes aprendí hace tiempo a disfrutar de tonos y voces distintas, de poetas mayores y menores, de estilos alejados en las geografías del tiempo y de la literatura. Voy solamente a explicar las razones por las que decidí elegir un camino determinado para la creación. Tal vez sea un camino lleno de errores, pero no es desde luego un viaje confiado a la renuncia o a la improvisación. La ética del oficio, la defensa del oficio entendida como ética, me resulta inseparable de mi propia experiencia como escritor y como ciudadano, de ese tipo de dudas que uno bate en la cabeza con los ojos abiertos y cerrados.
Empecé a publicar en los años 80, y rápidamente me sentí unido a un grupo de poetas y de amigos que tenían preocupaciones éticas y estéticas parecidas a las mías: los mecanismos de la ficción, la vuelta a ciertos tonos realistas, la incomodidad ante los panfletos y la utilización de la Historia y la vida cotidiana como materia poética.
Antes de abandonarme a los recuerdos y a las argumentaciones, quiero llamar la atención sobre algo que me parece significativo: la vuelta a los tonos realistas se produce en la conciencia plena de que el yo biográfico no se identifica con el yo literario, con el personaje literario. La poesía es un género de ficción, así que optar por un camino realista no implica el deseo de transcribir la realidad, ni tampoco una concepción plana, superficial y anecdótica del mundo. Ciertas reflexiones baratas sobre la poesía española realista se calmarían mucho si sus autores cayesen en la cuenta de que esta defensa de los tonos cotidianos surge acompañada de conceptos como ficción, personaje literario, autonomía verbal, artefacto... etc. En mi caso, se trataba de elegir una tradición. El alejamiento meditado de los tonos vanguardistas significaba el deseo de volver a indagar en la tradición ilustrada, en el horizonte ético simbolizado por el contrato social y el oficio.
La perspectiva romántica, desde su crisis inaugural hasta las radicalizaciones vanguardistas, se ha fundado en una misma figura de la voz poética: el sujeto expresivo, el sujeto que interioriza en su alma las luchas entre el yo y la realidad. Después de una tesis doctoral sobre las etapas vanguardistas de Rafael Alberti y de un libro sobre la constitución del sujeto lírico contemporáneo, Poesía, cuartel de invierno, llegué a la conclusión de que el espectáculo de las rupturas vanguardistas sólo servía para resacralizar la subjetividad, para apartarla del artificio constructivo y, por tanto, de la Historia. Durante dos siglos, y con muy notables excepciones, la tradición poética ha vivido en el culto ruidoso del sujeto expresivo, el sujeto de las profundidades interiores. La solución ideológica que la burguesía encuentra cuando sus desequilibrios se hacen irrespirables es siempre la misma: ya que el espacio público no llega a mostrarse como el lugar transparente que equilibra los diversos intereses privados, vamos a invertir el proceso, formando un lugar privado, de transparencia oscura, capaz de sublimar los desarreglos públicos. La impertinencia romántica y vanguardista es una forma muy burguesa de estar contra la burguesía.
Esto, claro está, no significa que desprecie las aportaciones vanguardistas a la literatura. Disfruto leyendo poetas de vanguardia y aplico a mis poemas, cuando me conviene, imágenes y técnicas de clara procedencia vanguardista, como aplico también otros recursos de origen renacentista, barroco o ilustrado. Lo que intento explicar es que mi relación con la vanguardia se produce necesariamente al margen de la perspectiva vanguardista, de la fe vanguardista, porque no soy un creyente del sujeto expresivo. A estas alturas de la Historia, después de tantos debates y de tantas búsquedas, creo que la definición del arte moderno en la ruptura del lenguaje, en la simple queja irracional e ingobernable del sujeto expresivo, supone un regalo envenenado. Como el espacio público está dominado por el capitalismo, por la degradación comercial de las almas y los cuerpos, el artista sueña con un espacio autónomo, que no ofrezca diálogo, que se niegue a cualquier articulación. Este camino frente al capitalismo, representado en la teoría estética de Adorno, implica finalmente la renuncia a la Historia, el abandono de cualquier espacio público. Y, tal como va el mundo, cuando la globalización capitalista de la realidad se ampara en la fragmentación y en la desarticulación social, no me parece atractivo caminar por los senderos de la nada, por muy pura que sea, para quedarnos instalados en las fronteras rebeldes de una isla. Me resulta más interesante la defensa de los vínculos, la batalla por el ámbito público.
La vida es un asunto paradójico. Hay críticos que me han tachado de conservador por alejarme de la perpetua ruptura vanguardista, cuando me vi obligado a este distanciamiento por una meditación de compromiso político: poner en duda el sujeto sacralizado, el sujeto expresivo, al que considero la otra cara de la moneda del buen burgués en zapatillas. Más que protagonizar polémicas con un grupo determinado, con una escuela o con una generación, lo que me interesó al definir mi mundo literario fue poner en duda el sujeto sacralizado y sus derivaciones líricas. Las divisiones demasiado tajantes y las vanidades gremiales de corto alcance suelen reducir los diálogos con la tradición (la búsqueda profunda que cualquier escritor debe asumir en su género) a una simple algarada de patio de vecinos.
Al situarme en un camino y en una búsqueda, coincidí con otros poetas en los que, por intención ideológica o por gusto estético, percibí las mismas preocupaciones. La distinción entre vida y literatura, entre el yo biográfico y el personaje poético, se correspondía con un marcado interés por la realidad cotidiana. La plena conciencia de los territorios artificiales de la palabra escrita se resolvía en la elaboración de un personaje lírico normal, quiero decir un personaje de rasgos cívicos, no definido por la divinidad o por la rareza. La construcción de una experiencia estética consciente no significaba la invención de un dialecto, de una lengua separada de la sociedad, sino la escritura rigurosa de las palabras de la tribu, de la lengua social. En estas paradojas se basa la concepción del oficio como ética: la tarea de crear un espacio público, de devolverle a la literatura su deseo metafórico de representar las alianzas de un contrato social. El poeta que medita sobre las reglas del género, que acepta las palabras como vínculo y que se dedica a la construcción de un personaje literario, recuerda mucho al individuo dispuesto a convertirse en ciudadano para convivir con los demás y participar en la organización de los asuntos de la república.
Voy a fijar estas consideraciones en un territorio concreto de la literatura española, apoyándome en la lectura de tres poemas. Evitaré así seguir hablando de mí mismo y aprovecharé la ocasión para justificar mis amistades, mis compañeros de viaje. El primer poema, titulado «Intento formular mi experiencia de la poesía civil», pertenece al libro Los paisajes domésticos (1992) y se debe a la melancolía de Jon Juaristi:


¡Oh Capitán, mi Capitán, Dios mío!
¡A por ellos, que son de regadío!

(Walt Whitman y Ramón Cabrera)               


Según algún amigo sevillano,
cerró hace un siglo aquella librería
de Sierpes, donde un día
compré su Colección particular.

Mediaba un largo y tórrido verano,
pero yo celebré la Epifanía.
Dieciocho años tenía
y empezaba a sufrir el malestar

de la vida incurable, a la que en vano
descubrir un sentido perseguía.
Ya sabéis: la acedía
de quien se cree fuera de lugar,

o demasiado tarde, o muy temprano,
o solo, o con la inmensa mayoría.
Hoy lo definiría
como cierta tendencia a exagerar.

Pero os hablo de un tiempo muy lejano:
es difícil decir lo que sentía.
Desde esa lejanía,
lejos andaba yo de imaginar

los trucos del demonio meridiano,
las mil formas que adopta la ordalía
de la melancolía
cuando se tiene mucho que olvidar.

Sospecho que, al fingir fungir de anciano,
propiciar de algún modo pretendía
la esquiva poesía
que tanto se me hacía de rogar.

El síndrome de Prufrock —un malsano
sentimiento de ocaso y agonía—
el mundo me teñía
de un fastuoso color crepuscular.

Quería ser llorando un hortelano
y devolver verdor y lozanía
a la tierra baldía
de este áspero muñón peninsular.

Un campo amortajado, un monte cano,
un calvero de polvo y cobardía:
así me parecía
nuestro amable parnaso familiar.

Árido surco, el verso castellano
arañaba tenaz. Florecería
o no florecería,
pero qué se perdía con probar.

Vuelvo al punto en que salgo, libro en mano,
de la tienda de Sierpes. Descendía
el sol. Atardecía
y me empujó la tarde a cierto bar.

Reclinado ante el fino jerezano,
abrí al azar la adusta antología.
Leía y releía
y nunca me cansaba de admirar

tanto verso vestido de paisano
con elegancia atroz, y la osadía
de la cacofonía.
Sin duda, era el momento de pensar

que el hecho de estar vivo y ser humano
exige al burguesito en rebeldía
un grano de ironía.
No es cierto que por mucho madrugar

amanezca la huerta en el secano.
La experiencia es cosecha muy tardía
y, amén, la artesanía
de hacer versos, un juego malabar.

De aquel deslumbramiento soberano,
gracias al cual barrí la porquería
que entonces escribía,
os quiero la memoria dedicar:

Abelardo, Felipe, Abel (mi hermano),
Antonio, Carlos, Pere, Luis García
Montero y compañía,
Luis Alberto, Juanito Lamillar,

Fernando Ortiz, Francisco Bejarano,
Àlex Susanna y Álvaro García,
Jesús, José María,
Paco Castaño y paro de contar.

Aquí acaba el corrido de Emiliano
Zapata y de su fiel infantería.
Me voy, canalla mía,
en un buque de guerra (si por mar).


El poema cuenta el descubrimiento de una determinada tradición lírica a través de Colección particular, una antología de Jaime Gil de Biedma. Los versos se convierten así en un homenaje al poeta de Barcelona, uno de los autores que más ha influido en la literatura española contemporánea. Junto a la anécdota, la compra y lectura del libro en Sevilla, Jon Juaristi expone las características principales del camino que representa Jaime Gil de Biedma, y utiliza además uno de sus recursos más llamativos: la intertextualidad. El título alude a un poema de Moralidades, «Intento formular mi experiencia de la guerra». Por otra parte, la cita que acompaña al poema une un famoso verso de Walt Whitman con una frase de Ramón Cabrera, el Tigre del Maestrazgo, un militar carlista famoso por su crueldad. «¡A por ellos, que son de regadío!» encierra toda una atmósfera de falta de civilización, orgullo en la brutalidad y fe en los dogmas naturales, que Juaristi denunciará para ponerse al lado de los artificios («la artesanía de hacer versos») y los sentimientos cívicos («tanto verso vestido de paisano»). En la cita pesa también el recuerdo de la poesía de Gil de Biedma, porque la barbarie de Cabrera apunta inevitablemente a un verso de «Años triunfales», en el que Jaime definió el ambiente de la España franquista: «un intratable pueblo de cabreros». Las referencias internas a la poesía de Gil de Biedma son frecuentes y aluden a una concepción de la lírica basada en el diálogo con la tradición, en el artificio, en el juego meditado. Al citar a Prufrock y a La tierra baldía, Juaristi recuerda que Gil de Biedma fue un lector aprovechado de Eliot, del que no dudó en utilizar algunos versos (por ejemplo, «inquietas noches en hoteles baratos de una noche», de «El poema de amor de J. Alfred Prufrock»). La enumeración final de los amigos poetas, compañeros de viaje, implica la lectura de «En el nombre de hoy», poema inaugural de Moralidades. Y la identificación de la poesía con «un juego malabar» busca el diálogo con «El juego de hacer versos», la famosa poética en la que Jaime definió la mejor poesía como «el Verbo hecho tango». Si la intertexualidad alude al oficio, se trata siempre de un ámbito representativo de la vida, de una artesanía con voluntad vitalista, que no puede separar a la poesía de los amigos (los compañeros de viaje o el amigo sevillano) y de las canciones (el tango o el corrido mexicano que utiliza Juaristi para reconocer que Jaime Gil de Biedma es el Emiliano Zapata de una parte de la nueva poesía española).
Jon Juaristi alude al largo y tórrido verano de la España franquista, en la que el parnaso familiar parecía «un campo amortajado, un monte cano». La poesía marcada por una «cierta tendencia a exagerar» obligaba al poeta a situarse «o solo, o con la inmensa mayoría», alusión clara al aislamiento garcilasista o metafísico de la poesía oficial y a la ambición de la poesía social, con Blas de Otero por medio. También aparecerá un poco después Miguel Hernández, otro de los poetas más leídos en la exaltación del realismo social: «Quería ser llorando un hortelano / y devolver verdor y lozanía / a la tierra baldía».
Pero el realismo de la poesía social llegaba a caer por su exageración en el irrealismo, convirtiendo al poeta en un portavoz inexistente de las mayorías, en un profeta incapaz de tomar conciencia de su propia situación. Instalados en el «deber ser», más que en el conocimiento de la realidad, los poetas sociales eran excesivamente teatrales, exagerados, cayendo a veces en esa grandilocuencia típica de la poesía adolescente. Jon Juaristi nos ha avisado de que también el sentimentalismo adolescente forma parte de una representación, de una distancia clara entre el yo biográfico y el personaje poético: «Sospecho que, al fingir fungir de anciano...». El joven adolescente que escribía como un anciano estaba desempeñando un cargo, un papel poético. Y puestos a representar, valía la pena tomar conciencia de los códigos de la representación y abandonar el papel exaltado del poeta ingenuo, espontáneo, profético. Más que un poeta falsamente popular, participante de la gloria colectiva, Jaime Gil de Biedma significa para Jon Juaristi el poeta que intenta conocerse a sí mismo, indagando en su propia educación sentimental de «burguesito en rebeldía». La exageración es sustituida así por la «ironía», uno de los «trucos del demonio meridiano», que sirve para distanciarnos de nosotros mismos y para poder participar con cierto rigor de esa «ordalía de la melancolía» que llamamos conocimiento. Bajarse del altar de las verdades, indagar en la educación sentimental, en la producción artificial de intimidades, permite huir de la exageración en busca de la verosimilitud. Aparece así la poesía vestida de paisano y el lenguaje cotidiano, los tonos coloquiales alejados de las músicas preconcebidamente literarias («la osadía de la cacofonía»).
Artesanía, personaje, representación, juguete. Pero un juguete serio, en su sentido de artefacto ilustrado, tal como lo concibió Antonio Machado en el poema que cita Jaime Gil de Biedma para abrir Las personas del verbo«porque la vida es larga y el arte es un juguete». Se trata, en palabras de Jon Juaristi que siguen también a Gil de Biedma, de responder al «hecho de estar vivo y ser humano» con un artificio que asegure el diálogo, la lectura o la convivencia. Por eso el oficio puede significar una ética frente a la desarticulación y por eso se carga de valor moral el hecho de que, salvando la dinámica de las rupturas lingüísticas, el poeta dedique su talento, no su alma, a escribir en versos medidos, en una sonora mezcla estrófica del cuarteto encadenado y la octava aguda, con el apoyo cortante del heptasílabo (ABbC).
También encontramos alusiones directas al oficio y a las estrategias de la representación lírica en «Las buenas intenciones», poema de El último de la fiesta(1987) de Carlos Marzal. Aclaro que no estoy seleccionando aquí la composición de Carlos Marzal que me parece más importante, porque para ello debería decidirme entre los magníficos poemas de La vida de frontera (1991) y Los países nocturnos (1996). Invito a la lectura de esta poética de su primer libro, para señalar algunos detalles que tienen que ver con mis argumentos y con la brújula estética que mueve los pasos bien calculados de las mejores composiciones de Carlos:


Como, mal que le pese, uno en el fondo es serio,
debe dejar escrita su opinión del oficio
(los muertos aplicados dejan su testamento

aunque a los vivos, luego, no les complazca oírlo).
Hablo con la certeza de que mis impresiones
serán para los tristes una fuente de alivio.

¿Me estará agradecida la juventud del orbe,
siempre desorientada y falta de modelos,
y me idolatrarán los investigadores?

Escribo, simplemente, por tratarse de un método
que me libra sin daño (sin demasiado daño)
de cuestiones que a veces entorpecen mi sueño.

Por tanto, los poemas han de ser necesarios
para quien los escribe, y que así lo parezcan
al paciente lector que acaba de comprarlos.

Se me ocurre, además, que trato de dar cuenta
de una vida moral, es decir, reflexiva,
mediante un personaje que vive en los poemas.

Esas ciertas cuestiones que he mencionado arriba
son las viejas verdades que a la vida dan forma,
y la forma en que urdimos nuestras viejas mentiras.

Ahora bien, reconozco que no sólo me importan
estas pocas razones. Escribo por capricho,
y por juego también, para matar las horas.

Porque puede que sea un destino escogido,
pero también, sin duda, para obtener favores
de algunas señoritas amigas de los libros.

Me es grata la figura del artista de Corte,
riguroso y mundano, descreído y profundo,
que trata por igual la muerte y los escotes.

Sobre qué es poesía nunca he estado seguro;
tal vez conocimiento, o comunicación,
o todo juntamente. Lo cierto es que el asunto

carece de importancia, no afecta al creador.
Doctores tiene ya nuestra Sagrada Iglesia
y en futuros Concilios harán salir el sol

para todos nosotros. Sin embargo, quisiera
que se tuviese en cuenta el hecho de que existe
poesía por vicio, porque es una manera

que tienen unos pocos de vivir su declive,
pero ignoro si hacerla los convierte en más sabios
y si esa obstinación los vuelve más felices.

Aspiro a escribir bien y trato de ser claro.
Cuido el metro y la rima, pero no me esclavizan;
es fácil que la forma se convierta en obstáculo

para que nos entiendan. La mejor poesía
acierta con deslices, convierte lo imperfecto
en un arte y se olvida de los juicios puristas.

Aunque he escrito bebido, cuando escribo no bebo.
Trabajo siempre a mano, y no me enorgullece
no tener disciplina ni ser dueño de un método.

No suelo, me figuro, romper lo suficiente,
tal vez porque tampoco escribo demasiado,
al pasar media vida ocupado en perderme.

Del lector solicito como único regalo
que esboce alguna vez una media sonrisa:
tan sólo busco cómplices que sepan de qué hablo.

No reclamo, por tanto, privilegios de artista:
me limito a ordenar, quizá sin merecerlo,
asuntos que una voz ignorada me dicta.

De entre los infinitos poetas, yo prefiero
a aquellos que construyen con emoción su obra
y hacen del arte vida. De los demás descreo.

Y para terminar, confieso que esta moda
de componer poéticas resulta edificante.
Con ella se demuestra que son distintas cosas
lo que se quiere hacer y lo que al fin se hace.


En la poética escrita para El último tercio del siglo. 1968-1998 (Visor, Madrid, 1999), Carlos Marzal define el poema como «un artefacto de estricta combinatoria verbal». Sigue el rumbo de este poema de El último de la fiesta, que escoge la palabra «oficio» y marca el tono de una elaboración estética que debe apoyarse en la ironía para desacralizar al sujeto expresivo del Romanticismo. Frente a la «certeza» y al agradecimiento de la «juventud del orbe», Marzal utiliza con cinismo calculado antídotos como el capricho, el ligue, el juego. Pero tengamos en cuenta que ese antídoto sólo sirve para bajar al profeta de su altar grandilocuente, no para convertir el arte en un ejercicio superficial, porque muy pronto se nos dice que los poemas deben ser necesarios, que tratan sobre asuntos que llegan a quitar el sueño y que el autor se esfuerza en «dar cuenta de una vida moral». No asistimos a una renuncia, a la negación de la intensidad lírica, sino a la búsqueda de nuevos caminos que la hagan posible, porque la grandilocuencia subjetiva y formal queda ya un poco ridícula, o sea, resulta ineficaz estéticamente.
El espacio de la escritura se impone como estrategia cuando el poeta comprende que la «necesidad» del texto no acaba en los sentimientos del autor, sino en la elaboración de las páginas que se presentan a los lectores:

Por tanto, los poemas han de ser necesarios
para quien los escribe, y que así lo parezcan
al paciente lector que acaba de comprarlos.


La ficcionalidad del «parezcan» se abraza con la alusión cívica a «comprarlos». La poesía no es un ámbito de marginaciones y quejas aisladas, sino un espacio singular de vida ciudadana, un producto que se puede comprar en una librería (como ocurre con las novelas y con los ensayos). Para que surja esta posibilidad de vida es necesario tomarse en serio el oficio, conseguir que el yo biográfico se convierta en un personaje significativo, capaz de representar una vida moral. El texto es una urdimbre de mentiras, recursos técnicos, ficciones, que intentan lograr una verdad estética y humana:

Son las viejas verdades que a la vida dan forma,
y la forma en que urdimos nuestras viejas mentiras.


El artista de Corte, «riguroso y mundano, descreído y profundo», participa en las idas y vueltas de la ironía para volver a marcar las diferencias entre el yo biográfico y el personaje literario desde otra perspectiva. No se apuesta por un poeta maldito, sacralizado en la renuncia y en el hundimiento de su propia sociedad: «aunque he escrito bebido, cuando escribo no bebo». Aquí no estamos hablando de la embriaguez de un hijo de los dioses, sino de la inteligencia de un artesano. De ahí que el vicio de la escritura («existe poesía por vicio») no se identifica con esa «media vida» más que indisciplinada que el poeta dedica a perderse. Al escoger su tradición, esta voz recuerda las polémicas en la literatura de posguerra entre la comunicación y el conocimiento, y decide indagar, siempre con distancia desacralizadora, por el camino del medio: «o todo juntamente». No hay escritura, ética del oficio, que pueda plantearse las sombras del conocimiento sin las estrategias de la comunicación. Esto significa aspirar a «escribir bien», intentar «ser claro». Se trata de la conciencia de que el espacio del lector se construye como ámbito de complicidad: «tan sólo busco cómplices que sepan de qué hablo». A través del artificio se elabora la vida y la emoción:

De entre los infinitos poetas, yo prefiero
a aquellos que construyen con emoción su obra
y hacen del arte vida.

La reivindicación del oficio se plasma también en los tercetos en asonante de Carlos Marzal, escritos «sin esclavitud», como indicación de que las formas nunca tienen valor en sí mismas y deben estar concebidas como un artificio para construir emociones, miradas cómplices de lector. Creo que la vuelta parcial a la rima y al verso medido de un sector de la poesía joven española está relacionada con esta conciencia del oficio. Pero la urdimbre, la artificialidad, la autoridad razonable sobre las formas, palpita también en el verso libre. Recuerdo aquí, finalmente, un poema de Felipe Benítez Reyes, que se titula «El artificio», del libroSombras particulares (1992):


Un punto de partida, alguna idea
transformada en un ritmo, un decorado
abstracto vagamente o bien simbólico:
el jardín arrasado, la terraza
que el otoño recubre de hojas muertas.
Quizás una estación de tren, aunque mejor
un mar en su abandono:

Gaviotas en la playa, pero quién
las ve, y adónde volarán.

Y la insistencia
en la imagen simbólica
de la playa invernal: un viento bronco,
y las olas que llegan como garras
a la orilla.

O el tema del jardín:
un espacio de sombra con sonido
de caracola insomne. Un escenario
propicio a la elegía.

Unas palabras
convertidas en música, que basten
para que aquí se citen gaviotas,
y barcos pesarosos en la línea
del horizonte, y trenes
que cruzan las ciudades como torres
decapitadas.

Aquí
se cita un ángel ciego y un paisaje
y un reloj pensativo.

Y aquí tiene
su lugar la mañana de oro lánguido,
la tarde y su caída
hacia un mundo invisible, la noche
con toda su leyenda de pecado y de magia.

Siempre habrá sitio aquí para la luna,
para el triunfante sol, para esas nubes
del crepúsculo desangrado: metáfora
del tiempo que camina hacia su fin.

La música de un verso es un viaje
por la memoria.

Y suena
a instrumento sombrío.

De tal modo
que siempre sus palabras van heridas
de música de muerte:

Gaviotas en la playa...

O bien ese jardín:
Todo es de nieve y sombra,
todo glacial y oscuro.

El viento arrastra un verso
tras otro, en esta soledad. Arrastra
papeles y hojas secas
y un sombrero de copa
del que alguien extrae
mágicamente un verso
final:

Una luz abatida en esta playa.

Y hay un lugar en él para la niebla,
y un cauce para el mar,
y un buque que se aleja y va sin rumbo.

En cualquier verso tiene
su veneno el suicida,
su refugio el que huye
del hielo del olvido.

Puede
cada verso nombrar desde su engaño
el engaño que alienta en cada vida:
un lugar de ficción, un espejismo,
un decorado que
se desmorona, polvoriento, si se toca.

Pero es sorprendente comprobar
que las viejas palabras ya gastadas,
la cansina retórica, la música
silenciosa del verso, en ocasiones
nos hieren en lo hondo al recordarnos
que somos la memoria
del tiempo fugitivo,
ese tiempo que huye y se refugia
—como un niño asustado de lo oscuro—
detrás de unas palabras que no son
más que un simple ejercicio de escritura.

Para justificar el título, Felipe Benítez fija la creación del poema en un punto de partida, la melancolía, que necesita convertirse en escritura para alcanzar la objetividad del arte. Los sentimientos personales deben transformarse en un ritmo, en un decorado, en un escenario, en un «aquí» insistente, elaborado, en busca de la capacidad de significación. El poeta desvela los mecanismos de construcción de una elegía, porque puede así indicar lo que existe de artificio en las aparentes divagaciones espontáneas de la confesión sentimental y porque, para unir vida y arte, interesa conducir al lector hacia el paisaje tornasolado de la memoria. La irrupción de los versos en otro tipo de letra marcará el ritmo de la elaboración del poema, en medio de la tarea reflexiva y artesana que comporta.
El tiempo fugitivo, una conciencia personal inevitable, pero de largo juego en la tradición lírica, busca el simbolismo de la palabra lírica. Benítez Reyes define ejemplarmente el oficio como la capacidad de ir singularizando, personalizando, renovando individual y poéticamente los recursos de la tradición. Si los escenarios propicios a la elegía empiezan siendo interesadamente convencionales (el jardín arrasado, las hojas muertas del otoño), poco a poco se acercan a la depuración personal (una estación de tren, un mar abandonado) hasta alcanzar la apuesta lírica más singular de Felipe (olas como garras que se acercan a la orilla, un espacio de sombras con sonido de caracola insomne, trenes que cruzan las ciudades como torres decapitadas). Esta elaboración insistente construye un lugar, un aquí, en el que alcanzan sentido las imágenes, porque establecen no sólo una realidad textual, sino la mirada interpretativa del lector: «Gaviotas en la playa, pero quién las ve». El poema es, en primer lugar, una cita con la escritura («unas palabras convertidas en música, que basten para que aquí se citen las gaviotas»), que reflexiona después sobre sus propios recursos para alcanzar significación, para convertirse en cita con un lector:

En cualquier verso tiene
su veneno el suicida,
su refugio el que huye
del hielo del olvido.

Puede
cada verso nombrar desde su engaño
el engaño que alienta en cada vida:
un lugar de ficción, un espejismo,
un decorado que
se desmorona, polvoriento, si se toca.


La alusión a la memoria («la música de un verso es un viaje por la memoria») se funde en la conciencia estética del artificio, porque también el recuerdo elabora, cambia, transforma, escribe el pasado, señala, destaca y ensombrece. Los mecanismos del pasado se desplazan al presente, a la autoridad sobre la página en blanco y la Historia por construir, gracias al esfuerzo de alentar la vida, de crearla, a través de una retórica, tan pensada como mágica, en el sentido de que puede convertir las representaciones en emoción real:

que somos la memoria
del tiempo fugitivo,
ese tiempo que huye y se refugia
—como un niño asustado de lo oscuro—
detrás de unas palabras que no son
más que un simple ejercicio de escritura.


Felipe Benítez Reyes necesita abandonar así el irracionalismo azaroso de la vieja definición vanguardista de la poesía (el encuentro casual de un paraguas y una máquina de coser en una mesa de operaciones), siguiendo una apuesta razonada, una ética del oficio, donde el deslumbramiento y la emoción vital se consiguen a través de una meditación calculada sobre el espacio y el tiempo, recursos objetivadores de la conciencia:

Aquí
se cita un ángel ciego y un paisaje
y un reloj pensativo.


Felipe Benítez Reyes habla de «un escenario propicio a la elegía», Carlos Marzal alude a la poesía como la manera «que tienen unos pocos de vivir su declive» y Jon Juaristi conoce los trucos de «la ordalía de la melancolía». Parece como si los tres poemas regresasen a la conciencia de pérdida, a la fugacidad, a ese momento fundacional de la crisis de la cultura moderna que abre las puertas al Romanticismo, cuando los ciudadanos comprenden que la libertad desemboca en el vacío. Los seres libres son material perecedero, porque están fundados al margen de los valores estables, en una dinámica del deshecho y la construcción. Carlos Marzal, Jon Juaristi y Felipe Benítez vuelven al origen, pero no optan por el camino de la sacralización, la apuesta consoladora por una subjetividad transcendental y una naturaleza estable. Vuelven al origen para señalar la necesidad de otro camino: la lucidez, el diálogo constructivo con el vacío, la indagación en el artificio. Cuando el poeta acepta hablar sobre el futuro (no desde el futuro), cuando renuncia a sus privilegios de artista sagrado, cuando se interesa por los vínculos sociales en vez de por la queja sublimada y la ruptura perpetua, hay un cambio de juego, un abandono del paradigma romántico, una búsqueda de soluciones en el horizonte de la Ilustración.
Y este es el horizonte que a mí me ha interesado a la hora de elegir el sentido de mi trabajo, a la hora de concebir el oficio de la palabra como una ética, un espacio público, no una metáfora de la marginación. Si la tradición del sujeto expresivo lleva dos siglos viajando al yo para condenar el fracaso de la sociedad, me pareció más arriesgado y oportuno devolverle el protagonismo a los vínculos sociales, hacer de la literatura el territorio artificial de un lugar habitable, de una norma de convivencia y libertad. Por eso en mi último libro, Completamente viernes, bajo el amparo de Madame du Châtelet, quise reivindicar una ética de la felicidad que rompiese con la cultura de la queja intimista. Y por eso, ay de mí, me atreví a defender desde Tristía (1982) y El jardín extranjero (1983) una poesía para «los seres normales».
La utilización en poesía del concepto de normalidad es inevitablemente una provocación. Cuando publiqué «¿Por qué no sirve para nada la poesía? (Observaciones en defensa de una poesía para los seres normales)», quise abrir una discusión algo más profunda de la que luego han planteado algunos poetas vociferantes, muy orgullosos de la diferencia, o ciertos filólogos tan norteamericanos como desorientados, políticamente correctos y defensores de las minorías por amor a las reservas indias. Cometí la imprudencia de esperar que para interpretar mi poética se tomarían la molestia de leer mis libros y no tuve miedo de que la normalidad aludida se entendiese como una defensa de los valores establecidos o como una negación de la disidencia. Como esa espera ha resultado una ingenuidad, pido disculpas por volver a escribir lo que ya he explicado en otras ocasiones. Más allá de polémicas coyunturales o de determinadas escuelas poéticas, a mí me interesaba poner en duda la estirpe del sujeto orgulloso de su marginalidad, ya que la única consecuencia de tal orgullo ha sido finalmente la renuncia a la Historia, el amurallamiento de las normas del poder, los núcleos duros del centro ideológico y la exaltación envenenada de las sombras (por lo que tienen de consagración de la derrota y la invalidez). Volver a la norma, a las personas normales, al ciudadano, significa bajar de sus altares al sujeto escindido, dinamitar las murallas de las convenciones, hacerlas flexibles a la rebeldía, exigir una nueva definición de los espacios públicos.
Voy a poner un ejemplo algo grosero, pero es que pretendo que ahora me entiendan hasta los que están empeñados en no entenderme. Hay quien disfruta al exaltar las galas sombrías de la homosexualidad, yo exijo que se reconozca el derecho de los homosexuales a casarse, es decir, a participar de las normas, a ser tratados como personas normales. Una vez reconocido el derecho y el amparo en la norma, cada cual es libre de elegir aquello que le parezca más oportuno. Frente a la sexualidad familiar establecida por la familia burguesa, podemos sentirnos orgullosos de ser diferentes, definirnos como seres raros, instalar nuestros cuerpos y nuestras palabras en los márgenes de la legalidad. Es un camino muy transitado por la rebeldía artística, pero en la entrada del año 2000, con una perspectiva histórica más que suficiente, sabemos ya que este orgullo, esta defensa de la rareza, sólo ha servido para consagrar los límites de los valores establecidos, gracias al espectáculo de sus márgenes.
Hay otra posibilidad: hacer flexibles los espacios públicos, dinamitar las murallas del centro, asaltar la norma, la legalidad, esforzándonos en defender cualquier tipo de deseo sexual. Más que la exaltación de la rareza, me importa una sociedad que ampare como personas normales a los ciudadanos que viven su deseo con absoluta libertad. No se trata en ningún caso de bajar la guardia ante los valores establecidos, sino de levantarla también contra la sonrisa del demonio, el ámbito de las sombras, esa otra cara de la moneda que el poder ha utilizado sibilinamente para excluir a la poesía de la república y a los individuos de los centros de decisión.
¿Es esto conservador? Hay quien piensa que el fracaso de la Modernidad obliga a buscar un ámbito de autonomía estética que se desentienda del diálogo con los demás y con la Historia, un ámbito fundado en la ruptura del lenguaje, el irracionalismo y la negación. A mí me ha interesado volver a la Modernidad, y no porque crea que su mandato se haya cumplido perfectamente, sino porque necesito discutir públicamente sus errores, los caminos equivocados, las renuncias. Más que quemar los libros, deseo volver a ordenar nuestra biblioteca.